Entre Chilangos



Esta es mi cuarta vez en la Ciudad de México. Uno podría pensar que ya conozco todo lo que podría conocerse, pero cada vez que vengo descubro algo nuevo: un nuevo mercado, un nuevo barrio, una nueva estación en el metro. Sin embargo todo me es tan familiar. Me muevo entres las miles de calles y millones de caras como si fuese segunda naturaleza para mí. A algunas personas -en especial a mi madre- les parece extraño mi interés por esta ciudad y he de confesar que yo tampoco lo entiendo.

En esta ciudad el movimiento nunca se detiene y el bullicio nunca calla. Justo ahora una sirena suena a lo lejos junto con chiflidos y decenas de claxons. Sea la hora que sea, el eco de todos estos sonidos parece encontrar su final aquí en mi cuarto. Los negocios no paran, escucho todo el día el ruido de las cortinas subir y bajar. A todo momento, subiendo y bajando. No puedes contar con su sonido para determinar la hora, sobre todo entre los lapsos borrosos de la madrugada pues uno nunca se sabe si ya están subiendo o apenas están bajando. La ciudad parece molestar a muchas personas, hartarlos incluso, por eso rehuyen de ella y van en busca de paz en provincia. Pero en mi sucede lo contrario. A mi esta ciudad me calma y juro que no entiendo el porqué. Así que vengo cada vez que puedo, intentando decifrarlo.



En pos de mi revelación y al estar aquí entre chilangos, no puedo evitar comparar a la CDMX con mi Mérida. La Ciudad, aunque agotadora, irradia una vitalidad profunda sobre sus habitantes y -si se dejan atrapar- sobre sus visitantes. Los chilangos no paran porque la Ciudad no los deja, y aunque lo nieguen parecen disfrutarlo. A la hora que sea, hay gente en sus parques, en sus avenidas, en sus cientos de puestos y en sus decenas de estaciones en el metro. Los chilangos aman su ciudad y yo adoro ver como el sentimiento se les desborda por los ojos. La Ciudad no para porque los chilangos no la dejan.



En Mérida la vida es diferente. Mi Mérida tan querida pero que lo único que irradia es bochorno y un calor infernal. En Mérida todo es lento, todo es letárgico. El día se nos hace eterno y cuando cae la noche caemos todos con ella. No puedo siquiera recordar la última vez que escuche una sirena. 

Tal vez es esto lo que tanto me obsesiona de la CDMX. 
Las sirenas: insistentes, incesantes, impredecibles

Ahora son más de la 7 de la noche. Estoy cansada y apunto de acostarme, pero ahí afuera las sirenas siguen ensordecedoras. No me es posible caer. Mi día no ha terminado porque el conserje del hotel sigue lavando la terraza y oigo los cubetazos de agua caer uno tras otro. Sigue, porque el policía de transito instalado en la intersección de Uruguay con Isabel la Católica continua pitando su silbato. Sigue porque acaba de pasar el Metrobus, seguro lleno de gente saliendo del trabajo o yendo hacia él. Sigue, porque el estruendo de las sirenas, al igual que la vida en la Ciudad, jamás va a detenerse.

Oigo cortinas bajar...o tal vez subir. ¿Quién sabe? Aquí en la Ciudad con las cortinas nunca se sabe.




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